La mirada provocativa de Umberto Peña // Ortelio Rodríguez Alba

A sombrosas figuraciones, apropiaciones audaces, influencias bien asimiladas, compromisos y diferendos polémicos son signos caracterizadores de una nueva etapa en el desarrollo de la plástica cubana durante los años 60. Sus protagonistas matizarán, con sus obras, un mosaico de interpretaciones diversas de esa inédita realidad humana e histórica. Ángel Acosta, Servando Cabrera Moreno, Alfredo Sosabravo y Umberto Peña, entre otros, destacan en la imprescindible nómina de figuras que marcan con su hacer éste fecundo período. Umberto Peña sobresale, indudablemente, entre los más polémicos y cautivantes.
 

Hacia 1963-64 Umberto Peña (La Habana, 1937) emerge con fuerza en el ambiente cultural cubano al abordar un tema que trabajará obsesivamente, desde una aprehensión realista hasta una explosión de manchas de color, de fuerte carga expresiva, próxima a la abstracción informalista: vacas y bueyes desollados en una especie de insólito matadero estructuran una particular visión alucinadora de sangre y creación, al decir de Graziella Pogolotti. Iconografía tan sorprendente establece al artista sólidamente en el escenario plástico de su época, mediante la utilización de disímiles materiales, técnicas y soportes: piroxilina, aguafuertes, litografías, monotipia, entre otras. El propio Peña llegaría a afirmar: me interesaba el cuerpo que acababa de morir, el cuerpo sin vida. La tragedia de la muerte
 

El desarrollo de imaginería tan sugestiva continúa marcando, años después, el desempeño del artista quien, a su vez, incorpora a su obra elementos procedentes del pop; servicios sanitarios, cepillos de dientes, dentaduras y cerebros son instaurados en su órbita artística con visceralidad escalofriante. La exploración en las zonas más intimas del ser humano lo lleva a refuncionalizar códigos de la cultura norteamericana, adaptados a un contexto raigalmente diferente: Cuba en los años 60. Tal inmersión en la dinámica de una nueva sociedad recién estructurada sobre una base económica inédita, determina la presencia de ajustes al cual no escapa la obra de arte.
 

El discurso onomatopéyico extendido a buena parte de la producción de Peña durante esa década, no puede dejar de entenderse sino como estrategia metalingüística. En ella se vivencian las pulsaciones de un momento donde no faltan contradicciones, tensiones y utopías inflamadas en el corazón de una generación de cubanos dispuestos a tomar el cielo por asalto. Umberto Peña extenderá sus estrategias discursivas a nuevas zonas de su creación. Entre 1966-67 se enfrasca en la realización de un conjunto de lienzos en los que sintetiza maneras de hacer propias del pop art que ya había venido utilizando, a la vez que matiza sus temas con un fuerte desgarramiento expresionista, incorporado a la nueva figuración. Estos ejercicios creativos lo comprometen aún más como artista y como hombre de su tiempo en una extraña exploración del mundo interior de sus contemporáneos y de sí mismo, a través de la representación obsesiva de vísceras e intestinos; lo oculto y repulsivo que llevamos dentro. La recepción de su arte se complica, los rostros de los espectadores se endurecen o, por el contrario, se muestran desconcertados, no acostumbrados a un lenguaje tan agresivamente directo. Existe ahora en sus piezas una profunda angustia existencial, encerrada en estas telas de pinturas planas que intentan establecer un diálogo entre sus chirriantes y quejumbrosos órganos y el espectador.
 

Precisamente a este contexto creativo pertenece Con el rayo hay que insistir (1967) El chirrido de los dientes apretados trata de impedir en vano que oigamos el grito de un personaje monstruoso que emerge de las excrecencias. El escenario cultural cubano de aquel momento no estaba preparado para aceptar aquellas imágenes que compulsaban su sensibilidad. El debate suscitado provoca que Peña interrumpa su pintura hacia 1969. La metabolización de elementos procedentes de la nueva figuración y del pop, con una fuerte carga escatológica, sólo comparable con algunos de los admirables dibujos creados por su amigo y compañero de generación, Chago Armada, hicieron de él un artista cuando menos, irreverente. Al preguntársele años después sobre la pintura realizada en el segundo lustro de los 60, Peña dijo: si pinté así, no fue porque quise; capté mi contexto y llevé a la plástica una realidad que era la mía” La agresividad y la tensión de sus cuadros en esta etapa, se ven atemperados por la presencia del humor que se extiende al socarrón e irónico metalenguaje de los títulos.
 

Revisiones críticas de su producción coinciden en caracterizar el lenguaje de Peña como directo, claro y provocador. Pero tampoco obvian señalar otros signos asociados a su poética emergente como la presencia del amor, el compromiso, la ira y, por supuesto, el dolor.
 

Para Umberto Peña el espectador es una pieza clave, una entidad activa y rechaza asociarlo a posturas complacientes. De esta creencia nacen sus conceptos sobre el examen de la obra de arte por parte del público a quien hay que meterlo en la obra, y si no quiere, a la fuerza hay que obligarlo al autoexamen y a la toma de conciencia. Hay que sacarlo de su comodidad”.
 

La siguiente y última fase de su evolución pictórica lo lleva al terreno del grabado en una consolidación de esta técnica ya cultivada en sus primeros experimentos. Surgen ahora piezas de un fuerte contenido erótico, que vienen a acentuar esa personalidad plástica agresiva y feroz señalada por varios críticos. Como ha comentado Nelson Herrera Ysla, Peña llegó hasta las puertas de un límite que en aquel entonces no era posible traspasar.
 

Paralelamente a su actividad como pintor, Peña trabaja como diseñador gráfico, dos facetas entre las que nunca establece dicotomía: yo pinto cuando hago diseños y hago diseños cuando pinto. En 1963 pasó a desempeñarse como director artístico de la Casa de las Américas. Durante dos décadas, por sus manos pasaron las revistas, libros, carteles y carátulas de discos publicados por esa institución, a la que Peña dio una inconfundible personalidad visual.
 

Premio CASA 1973

A pesar de que en su caso se trata de campos perfectamente delimitados, su labor como diseñador ha sabido asimilar y beneficiarse de la sensibilidad, el dominio técnico, el empleo del color y el equilibrio de los elementos del Peña pintor. A partir de esas cualidades, el artista consigue crear un estilo propio, en el que la claridad expresiva y la renuncia a los ingredientes superfluos no le restan frescura, colorido y vitalidad a sus trabajos.
 

Colaboraciones suyas para colecciones editoriales de nueva creación le permiten disponer de mayor libertad a la hora de concebir diseños y de buscar el formato adecuado. En otras oportunidades tiene que conservar el diseño ya existente y hallar soluciones imaginativas. Otro de sus hallazgos fue en la Colección Premio, que pasó a tener cada año un motivo gráfico común (el teclado de una máquina de escribir, una impresora antigua, un laberinto, un tiro al blanco), y en la cual enfrentó el difícil reto de que esas hermosas y cuidadas ediciones fueran similares y, a la vez, diferentes entre sí. Especialmente logradas son las correspondientes a libros para niños, para los cuales acudió a excelentes ilustradores como Muñoz Bachs, Manuel Castellanos, Zaida del Río, Manuel Bu, Justo Luis y Roberto Fabelo. Similar nivel de calidad alcanzó su labor en la revista Casa, en la que dejó un ejemplo modélico de lo que debe ser el diseño gráfico.
 

La obra artística de Umberto Peña en su doble faceta de pintor y diseñador constituye un referente obligado en la dinámica cultural que reestructuró el naciente panorama de las artes plásticas en los años 60 y 70. Su legado alcanza no sólo el plano de la realización pictórica si no también el de la recepción artística, una faceta de interesantes pistas a considerar en el estudio de su obra.
 
 

Pogolotti, Graziella. Nueva pintura de Cuba. La Gaceta de Cuba (La Habana) II (30):2-6:4 DIC. 1963.
 

Estévez, Abilio. Umberto Peña: invitación a la catarsis. La Gaceta de Cuba.